Eran las 11 de la mañana del 28 de noviembre de 1992, un día después del golpe cívico-militar. Mi mamá había salido en medio del toque de queda a comprar algo de comida, pues se acercaba el fin de mes y ya no había muchas cosas en la alacena y en la nevera. A salir del baño, luego de la ducha matutina algo atrasada pues donde estudiaba, en el IUT de los Altos Mirandinos habían suspendido las clases, escucho que alguien toca el timbre del apartamento donde vivíamos en los Teques de forma insistente. ¿Será mi mamá que se devolvió o mi hermano que llegaba a casa luego de jugar donde el vecino?
Al preguntar quién es, me responden "Farith te esta buscando la Disip". Era la voz de Christian, mi extrañado amigo. Azorado, en pantaloneta y franela, descalzo, subí al apartamento de la señora Chela, dos pisos mas arriba. Al llegar me asomé por la ventana y al subir la mirada vi un franco tirador que se apostaba en la azotea del edificio Aldebarán, ubicado en la Estrella, frente al dispensario. Al ver hacia abajo, en el estacionamiento se bajaban cinco funcionarios con los rostros tapados con pasamontañas, empuñando armas de guerra que entraban hacia la torre A. Me estaban buscando.
Hacía tres días que había sido detenido por un lapso de ocho horas por la Disip, por el delito de estar vinculado a protestas estudiantiles acusado de subvertir el orden nacional, a pesar de solo tener 16 años, cuatro meses y diez días de edad. Por ser menor de edad, sólo fue un amedrentamiento y reseña, que les sirvió para ir tres días después a mi casa a buscarme.
Justo cuando me asomo por segunda vez, veo que mi mamá va entrando al edificio, con las manos llenas de bolsas. Se iba a encontrar con la Disip allanado por segunda vez nuestro hogar. Entré en desespero y salí a entregarme, pues no iba a permitir que le hicieran daño a mi familia. En el momento que me disponía a salir la señora Chela me lo impidió, pues temía que pudiera correr con la misma suerte que habían corrido los más de 30 jóvenes que habían sido asesinados por los cuerpos policiales por ejercer el derecho a la protesta. Por ser alguien a quien respeto y quiero, hice caso. A cambio, se ofreció a bajar para hacer frente a la situación. Pero fue inevitable escuchar los gritos de mi mamá retumbando en las escaleras del edificio verde, ese que abriga tantos recuerdos de infancia y adolescencia.
Decidí salir, tomé el ascensor y me fui a entregar. El ascensor no llegaba, pues había sido tomado por parte de los funcionarios encapuchados en planta baja. Sin embargo, pasado 10 minutos llegó, bajé y al salir dos patrullas se detuvieron una adelante y otra atrás de mi. El copiloto de la patrulla que estaba adelante baja el vidrio, y me dice "¿carajito cual es la salida?" A lo que respondí que tenían que dar la vuelta y salir por la entrada lateral, pues la otra estaba cerrada. No conocían mi rostro, o no me identificaron.
Inmediatamente subí a mi casa. Mamá me recibió con una bofetada que me sacudió el miedo, e inmediatamente vi alrededor: muebles destrozados, gabinetes en el piso, bibliotecas tumbadas, todo había sido destruido, pues estaban buscando armas de guerra y material subversivo. En mi cuarto habían volteado mi cama, sacado todo del clóset y vaciado mi biblioteca. Se llevaron lo más subversivo que encontraron: dos afiches de Alí Primera, el Manifiesto Comunista y ¿Qué hacer? de Lenin.
En una esquina de mi cuarto, mi hermano de sólo 13 años lloraba de forma nerviosa, pues fue el único de mi familia que estaba cuando la Disip allanó mi casa. Le apuntaron, le introdujeron el cañón de una pistola en la boca, y lo mantuvieron bajo amenaza de muerte durante toda la violación a mi hogar, mi casa, mi espacio familiar.
Yo solo tenía 16 años, cuatro meses y diez días de edad. Perdí mi carrera, pues tempranamente entré a estudiar procesos químicos en el IUT y tuve que suspender los estudios, pues mis padres me sacaron del país gracias a algunos amigos que manejaban los caminos verdes de la frontera, pues la cifra de jóvenes y estudiantes asesinados iba en aumento. Mi familia fue sometida a llamadas intimidatorias, persecuciones, amenazas, en busca de este subversivo estudiante de los noventa que hoy les escribe.
Dos años después, luego de cumplir 18 años de edad, volvieron a mi casa, sin razón, alegando que “actualizaban” expedientes. Me sacaron esposado, por lo que mi madre al verme se desmayó y cayó al piso. Al tratar de ayudarla fui detenido con dos culetazos que uno de los funcionarios de la Disip me dio en la espalda. Mientras me recuperaba de los golpes, vi y escuché como mi madre entre llanto se iba recuperando del shock emocional de ver como me trataban como un delincuente. Mi papá para disimular un poco la pena, me colocó un saco en la espalda que tapara mis manos esposadas. Aún recuerdo los gritos de los vecinos repudiando mi detención, mientras los Disip me exhibían como un premio de caza aquel lunes 9 de octubre de 1995 a las seis de la mañana.
En esa oportunidad estuve preso por 16 días, y querían recluirme en la cárcel de la Planta. Los cargos fueron desestabilización del orden nacional y atentar contra la paz social. Estudiaba el quinto semestre de la carrera de Ciencias Políticas y Administrativas en la Universidad Central de Venezuela. Afortunadamente fui asistido legal y políticamente por el Director de la Escuela de Estudios Políticos y Administrativos y el Director Académico de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la U.C.V., quienes lograron mi liberación.
Nuevamente se llevaron el material subversivo encontrado en mi casa: El Manifiesto Comunista y  los tres tomos de El Capital de Karl Marx, la Plusvalía Ideológica de Ludovico Silva, y unos tres afiches del Ché Guevara pegados en las paredes de mi cuarto. Vivíamos otros tiempos, y la Era estaba pariendo un corazón. No he cambiando, sigo describiéndome como ese Necio de la canción de Silvio Rodríguez, vertical con mis principios y valores, siempre viendo la realidad desde el mismo ángulo.